Dedicado con todo mi amor a mi esposa, Lilliana Chaves Hidalgo, compañera cabal en esta etapa de mi existencia.
El tiempo de vida de un ser humano en nuestras sociedades contemporáneas ha sido analizado, de muchas maneras y con una frecuencia más que sorprendente, dado los innumerables cambios en los ritmos y formas de afrontar la existencia, por parte de las gentes, dentro de lo que han sido una serie de eventos acaecidos en el campo de la investigación científica y sus aplicaciones técnicas, pero también dentro de las formas y jerarquías que asume la organización social de los seres humanos, todo en ello visto en términos de algunas series de planos o escenarios que se desplazan desde la vida cotidiana, en sus más ínfimos detalles, hasta la complejidad de la vida familiar y el sentido que asume la familia con sus jerarquías, dentro de los términos de la vida social tan cambiante como la de nuestro tiempo. No deja de ser fascinante hablar en estos tiempos de una sucesión de grandes transformaciones que se han producido, a lo largo del último siglo transcurrido desde la primera mitad del siglo XX hasta nuestros días, cuando nos encontramos ya en la segunda década del siglo XXI, dada la gran cantidad de inventos mecánicos que dejaron de ser increíbles para el hombre de la calle, desde hace ya mucho tiempo y por la casi innumerable sucesión de estilos de vida a que dieron lugar, conforme fueron transcurriendo los años y las décadas que llegaron a totalizar un siglo, a partir del nacimiento de la aviación y de la radiodifusión, allá en los lejanos 1920 para el caso de esta última, por sólo mencionar dos componentes de ese tramado de invenciones técnicas, a las que los seres humanos se han venido adaptando, con el paso del tiempo y a pesar de su significado más perdurable, sobre todo en los ritmos y percepciones de la vida cotidiana, sin que por ello hallamos dejado de ser los integrantes de una singular especie planetaria, con todas sus virtudes y limitaciones de toda clase, especialmente aquellas que se refieren a nuestros instintos violentos y destructores y que nos han conducido por los turbios caminos de la guerra, además de los odios egoístas y xenófobos que nos impiden ser solidarios con nuestros semejantes, en innumerables oportunidades. De aquella vida breve, y llena de infinitas limitaciones a las que estaban acostumbrados los seres humanos, desde tiempos inmemoriales, hemos pasado a una más intensa y acelerada, aunque llena de muchas comodidades que jamás hubieran imaginado nuestros antepasados, sin que por ello hayamos podido todavía superar ese apego a la violencia y a la destrucción de aquellos que deberían haber sido nuestros pares o semejantes, unos fantasmas o equívocos conductuales que tanto inquietaron al sabio vienés Sigmund Freud(1858-1939), durante los años de la Primera Guerra Mundial y en los que precedieron a la segunda, cuando el mismo se vio perseguido y desterrado por la violencia y la intolerancia de los nazifascistas, quienes se encargaron de sembrar el odio y la muerte en los campos de la vieja Europa.
La llegada de mis 70 años como un mero dato personal, este martes 24 de mayo de 2016, me lleva a compartir algunas reflexiones con mis pacientes lectores como son las de los párrafos anteriores, pero también otras que son propias de nuestra historia personal(story). No es que ese considerable número de años vividos me haya tornado en alguien más sabio o inteligente, pero al menos me ha conducido, en ciertos momentos, a detenerme y observar un poco un entorno donde la banalidad del mal y la estupidez colectiva parecen ir de la mano, sin que por ello hallamos abandonado la expectativa de reflexionar, aunque sea durante algunos instantes, acerca del sentido de nuestra existencia y del mero vivir, yendo más allá del tema de la duración de la vida, para detenernos un poco sobre la calidad que debe o debería tener, aparte de lo que pueda significar en su sentido más profundo, de tal manera que vivamos de verdad y no nos consagremos a vegetar, como decía Óscar Wilde, para que la vida sea digna de ser vivida, sobre todo por el gran milagro que significa en sí misma.
Soy uno más de los de aquella generación, hoy conocida como la del Baby Boom, formada por gentes que nacimos durante los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, habiendo sido en mi caso el ahora lejano año de 1946, cuando me correspondió nacer en la ciudad capital de Costa Rica, de donde me llevaron a la imprecisa confluencia de fronteras agrícolas, ecológicas o territoriales entre los estados nación de Costa Rica y Panamá, cuya existencia parece insignificante al lado de los gigantescos bosques que habían allí o de los pueblos originarios, llegados a estas comarcas hace miles de años. Después regresé o me regresaron a la vida urbana de la ciudad capital y luchó mi madre, la enfermera Rosa Cedeño Castro (1926-2008), una mujer intelectual y valiente luchadora social que se adelantó a su tiempo, durante un período de varias décadas, para tratar de convertirme en un buen citoyen, algo así como un pacífico citadino adaptado y capaz de sobrevivir, en medio de las asechanzas de la selva urbana, cosa o propósito en la que jamás tuvo éxito, al no poder apagar o eliminar al rebelde y soñador algo montañés que siguió viviendo en mi interior, a pesar del paso del tiempo y el abandono de los vínculos con la vida rural. En lo que sí tuvo éxito, junto con mi madrina dentro de las tradiciones locales, la inolvidable Virginia Matamoros Córdoba, fallecida hace pocos años en la ciudad estadounidense de Buffalo, en el estado de Nueva York, próxima la frontera con el Canadá, fue en convertirme en un ávido lector de cuanto libro o revista llegara hasta mis manos, cosa que me sucede hasta la fecha.
En mis relaciones con las gentes y usos de la selva urbana en la que me fui metiendo, con el paso de los años, choqué con la institucionalidad escolar (en la aborrecida escuela, sobre mi calva infantil, vosotras moscas voraces me evocáis todas los cosas, decía el poeta español Antonio Machado, de grata memoria).Mis tempranas inquietudes políticas, no exentas de un mesianismo revolucionario del que no estaba enteramente consciente, me llevaron a defender en mis escritos a la naciente revolución cubana dentro de un medio que ya le era hostil, en un país de suyo conservador como el en que yo nací. De ese choque con el medio surgió mi expulsión del Liceo de Costa Rica, una vieja y apreciada institución educativa surgida de la época dorada del liberalismo decimonónico, pero que para los años sesenta del siglo XX hacia sus primeros intentos de jugar al macartismo anticomunista de la guerra fría, de los cuáles yo fui una de las primeras víctimas, quizás por alguna dosis de ingenuidad o falta de malicia en mi proceder. Hoy pienso que la institución falló, de manera lamentable conmigo y si me expulsaron por agitador comunista, yo pediría tachar la palabra y poner allí la de anarquista o libertario con las que me siento más cómodo, más cercano a mi espíritu y a la esencia de mi ser, mi rebeldía de siempre y mi gran amor por la libertad. Los que no fallaron nunca, por gracia de la diosa fortuna, fueron mis maestros, a muchos de los cuáles recuerdo con cariño, dada su gran humanidad y la calidad de su trabajo académico, entre ellos acuden a mi memoria los nombres de Asdrúbal Quesada fallecido recientemente, Ricardo Brenes Protti, Abdulio Cordero nuestro extraordinario profesor de castellano y literatura, un hombre inquieto con el que volví a encontrarme por los caminos de la vida, Rafael Ángel Llubere, un veterano de la guerra civil española, del bando republicano por supuesto, jamás de los fachas cabrones y nuestro querido amigo, Fabián Dobles Rodríguez (1918-1997) el más exquisito de nuestros novelistas y en aquella coyuntura nuestro profesor de inglés, aunque pudo haberlo sido de castellano, dado su excepcional conocimiento de nuestra amada lengua, además de la inglesa y la francesa. También él fue una víctima de la persecución maccartista de entonces. No puedo recordar los nombres de dos profesores de música, con quienes tengo una extraordinaria deuda, uno un poco ya mayor y el otro que se encontraba iniciando su carrera. A ellos les debo, en gran medida, mi inicio en el gusto por la música selecta del género clásico, fue allí donde oí hablar por primera vez de la forma sonata en las obras del maestro Ludwig Van Beethoven, pido excusas a quienes no mencioné y digo que también guardo un gran afecto hacia ellos. De este apartado, sólo puedo decir, parafraseando a los anarquistas españoles: paz a los hombres, guerra a las instituciones.
De mis años en Chile, al inicio de la década de los setenta, que forman ya parte de mi corazón, además de una memoria de los intensos tiempos de lucha por la justicia social revolucionaria que allí viví y de los largos años vividos con mi primera esposa tanto en aquel país como aquí, la escritora y filóloga Luz María de la Cruz Redon(1946-2008), nacida en Santiago de Chile, un recuerdo cariñoso y una flor para ella en memoria de todo lo vivido, además del inmenso amor hacia los dos hijos que me dejó: Ximena y Rolando, además de mi nieta Sofía, alegría e ilusión de mi vida en estos setenta años que cumplo.
De mi larga vida como profesor universitario y de mis pretensiones de sociólogo o sociólogo filósofo como me dice sonriente mi amigo, el teólogo y filósofo católico Miguel Picado Gatgens, con cuya amistad me honro, sólo quiero destacar mi gratitud hacia los innumerables compañeros que me ayudaron en ese tramo de mi vida laboral y académica, además de las sucesivas generaciones de estudiantes que sufrieron mis interminables discursos, hasta con paciencia además de gratitud, y en cuanto a la memoria lejana de mis primeros intentos de ser periodista radiofónico, hace ya más de cincuenta años, por ahora sólo quiero expresar un recuerdo afectuoso al periodista y escritor alajuelense Guillermo Villegas Hoffmeister (1932-2010), gran compañero y amigo inolvidable para el muchacho inexperto y hasta ingenuo que era yo, como también de la voz literaria que sigo buscando en mi interior y que estoy seguro que estaba allí, sólo había que dejarla salir.
(*) Rogelio Cedeño Castro, sociólogo y escritor.