Cuando ingenuamente creíamos los latinoamericanos que se había iniciado con el nuevo siglo el tan ansiado despegue del continente de la tutela y control del imperio norteamericano, el inicio de una época de respeto a los derechos humanos, la erradicación de las dictaduras y los golpes de Estado, el incremento de una mayor atención a los estamentos más pobres de las poblaciones en todos los países, el abandono del modelo explotador y socialmente injusto del neoliberalismo, lo que está sucediendo en estos momentos históricos es, precisamente, todo lo contrario.

Detrás de los golpes de estado incruentos y manipulados mediante artilugios jurídicos y de las elecciones que están retrotrayendo a los gobiernos de países suramericanos a la plutocracia de siempre, se encuentra el fuerte financiamiento norteamericano, que es su nueva forma de intervenir en nuestros países, ya que les sale más barato que las intervenciones militares que acostumbraban antes.

En nuestros países los Estados Unidos cuenta con embajadas y consulados, como todos los demás, pero utiliza  como instrumentos de penetración con la Agencia de Seguridad Nacional con la CIA, DEA, USAID y el Comando Sur, que son puntas de lanza para experimentar, usar y abusar de una serie de estrategias y doctrinas para recuperar su dominio total en esta parte del continente americano.

Además, financia innumerables organizaciones no gubernamentales que sirven de instrumentos para canalizar enormes cantidades de dinero, a fin de promover desde las buenas relaciones entre los países hasta los movimientos insurgentes en contra de gobiernos legítimamente electos por los pueblos, pero que no se someten a los dictados del imperio.

Según algunos analistas se puede deducir que sus objetivos de dominación pretenden en el futuro inmediato, el control y la explotación de los recursos naturales y de las reservas de agua, oxígeno y biodiversidad que necesitará el imperio para lanzarse a la dominación global.

Por un lado, el equivalente al Ministerio de la Guerra de Estados Unidos comúnmente conocido como Pentágono, pretende involucrar directamente a las fuerzas armadas y policiales de cada país o nación-Estado, para que hagan el trabajo sucio en materia de represión de los movimientos sociales y populares con la consiguiente violación de los derechos humanos y libertades públicas, todo en defensa de los intereses económicos o políticos de la Casa Blanca. Se supone que con el uso de esa estrategia, Washington podrá reducir los gastos financieros que serían muy elevados si los intervencionismos guerreristas son directos con el uso de la fuerza militar.

En nuestro país, Costa Rica, que no posee ejército, en la actualidad se encuentra en desarrollo un programa de fortalecimiento de la fuerza pública (policía), que buena falta le hacía, por cierto, y que las finanzas estatales no tienen capacidad de llevar a cabo, como acabamos de escuchar de la propia voz del Ministro de Seguridad Pública, pero financiado por el gobierno norteamericano, en donde se pretende unificar otros estamentos policiales, como la de turismo, y se adoctrina a los beneficiarios de sus actividades en la actitud que prevalece en los ejércitos latinoamericanos, cual es el prestarse en el futuro, en nuestro caso, para la represión de los movimientos sociales.

Para todo el mundo es conocido que el Pentágono, el Comando Sur, la CIA, la DEA y la totalidad de las agencias de la Agencia de Seguridad Nacional, deben penetrar profundamente en las fuerzas armadas y policiales de cada nación a las que entregarán armas y equipos nada sofisticados o en desuso para que, contentos con los nuevos juguetes bélicos, los usen en contra de sus propios pueblos. Además, se incrementan las ofertas de becas, cursos, seminarios, visitas pagadas para oficiales y tropas.

Por ello es que todos piensan ahora que Obama resultó un espejismo o un fraude gigantesco para millares de seres humanos que en todo el mundo creyeron que iba a ser el hombre que propiciaría cambios profundos en la administración de Estados Unidos, y en sus relaciones con las demás naciones de la tierra. En especial con América Latina. Muchos creían que se avecinaba una era de paz fundamentada en el respeto a los pueblos y naciones y sus derechos inalienables.

La Academia Sueca se apresuró en otorgarle el Premio Nobel de la Paz, pero Barack Obama, pronto se convirtió en el Señor de la Guerra a pesar de haber reconocido el descalabro en Irak y en Afganistán que coadyuvan a consolidar la conciencia de la derrota en los círculos militares, financieros y políticos de las derechas republicanas de Tea Party y de las derechas liberaloides de los demócratas que claman por la recomposición del imperio.

Obama, en la V Cumbre (Trinidad y Tobago, abril de 2009)  aseguró: “No vine aquí a discutir el pasado sino a pensar en el futuro. Estados Unidos quiere buscar con el resto de América una alianza entre iguales”.

Lamentablemente, esas bellas palabras duraron poco. En la madrugada del 28 de junio de aquel año, el presidente hondureño Manuel Zelaya fue sacado de la cama por un comando militar y llevado a Costa Rica, pero antes el avión había hecho escala en la base José Soto Cano, en Palmerola (Honduras), donde se encuentra estacionada la Fuerza de Tarea Conjunta Bravo (Joint Task Force Bravo o JTF-B) del Comando Sur, compuesta por unidades militares rotativas del ejército, la aeronáutica, las fuerzas de seguridad conjuntas y el primer batallón-regimiento número 228 de la aviación estadounidense. Resulta imposible pensar que el Pentágono no estaba al tanto del golpe de Estado.

Días después –en julio de 2009–, el presidente colombiano Álvaro Uribe admitió que las versiones periodísticas que hablaban de un acuerdo con Estados Unidos para instalar siete bases militares en Colombia eran ciertas. Esto se sumaba a la noticia confirmada por el Pentágono en 2008 sobre la reactivación de la IV Flota del Comando Sur para patrullar los océanos Atlántico y Pacífico Sur.

Pero en el caso latinoamericano, que no representamos militarmente ninguna amenaza para el imperio, aun sumando todos los ejércitos, la aparición de gobiernos contestarios y nacionalistas pueden atentar contra los intereses comerciales norteamericanos. Y allí está la razón de su intervencionismo de nuevo cuño.

Debemos tener presente que para mantener el nivel de producción y consumo del capitalismo norteamericano se requiere asegurar fuentes de abastecimiento de recursos materiales y energéticos, los cuales se encuentran concentrados en unas pocas zonas del planeta, y no precisamente en los Estados Unidos, Japón o la Unión Europea, que tienen déficits estructurales tanto en petróleo como en minerales estratégicos.

En términos de minerales, algunos datos ilustran la dependencia externa de los Estados Unidos: “Entre el 100 y el 90% del manganeso, cromo y cobalto, 75% del estaño, y 61 % del cobre, níquel y zinc que consumen, 35% de hierro y entre 16 y 12% de la bauxita y plomo que requieren. Europa depende en un 99 a 85% de la importación de estos minerales, con excepción del zinc, del que depende en un 74% de importaciones del extranjero. Lo significativo estriba en que en conjunto América Latina y el Caribe suministran a los Estados Unidos el 66% de aluminio, el 40% del cobre, el 50% del níquel.

En el escenario de esa guerra mundial por los recursos, América Latina es uno de los principales campos de batalla, porque suministra el 25% de todos los recursos naturales y energéticos que necesitan los Estados Unidos. Además, los pueblos de la América Latina y caribeña habitan un territorio en el que se encuentra el 25% de los bosques y el 40% de la biodiversidad del globo. Casi un tercio de las reservas mundiales de cobre, bauxita y plata son parte de sus riquezas, y guarda en sus entrañas el 27% del carbón, el 24% del petróleo, el 8 % del gas y el 5% del uranio. Y sus cuencas acuíferas contienen el 35% de la potencia hidroenergética mundial.

En estos momentos ha vuelto a cobrar importancia el esquema colonial de división internacional del trabajo, que se basa en la explotación minera, de tipo intensivo y depredador, de los países de América Latina. Esto ha implicado que compañías multinacionales provenientes de Canadá, Europa, China, se hayan apoderado, como en los viejos tiempos de la colonia, de grandes porciones territoriales del continente, donde se encuentran yacimientos minerales. La búsqueda insaciable de minerales metálicos y no metálicos ha llevado a que en estos países se implanten multinacionales extractivas, lo que ha generado un boom coyuntural que ha elevado los precios de esos minerales.

Hay, además, algo de lo que jamás se habla en nuestro país. Las bases militares regadas en nuestro continente. En América Latina, Estados Unidos cuenta en estos momentos con un total de 36 bases oficialmente reconocidas, incluyendo a las colombianas, y a las cuales deben agregarse otras que nunca se mencionan, pero que en la práctica operan, como tres que hay en el Perú.

Esas bases son las siguientes: en América Central, se encuentran la base de Comalapa en el Salvador, la de Soto-Cano (o Palmerola) en Honduras, desde donde se planeó el golpe contra el presidente Zelalla. En América del Sur operan en Perú tres bases de las que poco se habla; en Paraguay está la base militar Mariscal Estigarribía, localizada en el Chaco, con capacidad para alojar a 20 mil soldados y se encuentra situada en un lugar estratégico, cerca de la triple frontera y al acuífero Guaraní, la reserva de agua dulce más grande del mundo; en el Caribe, existen bases en Cuba, la de Guantánamo, usada como centro de tortura; en Aruba, la base militar Reina Beatriz y en Curaçao la de Hatos. A este listado deben agregarse las 7 bases reconocidas en Colombia, cifra que es mayor, y las que se instalaron en Panamá con el eufemístico propósito del control de tráfico de drogas.

La difusión de los intereses económicos y financieros del imperialismo hasta el último rincón del planeta, requiere de un respaldo militar, que se expresa en poder de fuego y en movilidad. Poder de fuego para doblegar brutalmente a sus oponentes, como Estados Unidos lo viene haciendo desde la invasión a Panamá en diciembre de 1989, y a la que han seguido las apocalípticas guerras en el Golfo Pérsico, en la antigua Yugoslavia, en Afganistán. No es casual el mismo nombre que se le ha dado a algunas de esas campañas (Conmoción y Pavor, Tormenta del Desierto) y que los voceros más cínicos de los Estados Unidos hayan dicho que cada una de esas guerras tenía la finalidad de hacer regresar a los países agredidos a la edad de piedra. Movilidad para poderse desplazar de manera rápida de las bases militares hacia los teatros de guerra, o en otros términos, desplegar la potencia militar sin restricciones en cualquier lugar de la tierra.

Nuestra región es decisiva para el imperio. Contiene reservas de recursos naturales renovables y no renovables, es un área vital de seguridad militar y también una plataforma fundamental para la proyección de poder. Sin embargo, al ser una zona de paz y sin armamento nuclear, nada justifica la presencia del ejército más poderoso de la Tierra.

La política de Estados Unidos en el continente americano ha sido de apoyo a las dictaduras militares antidemocráticas, a pesar de su brutalidad y corrupción. Su objetivo era en primer lugar el control del orden público, pero también la desarticulación del comunismo y la conservación de sus privilegios financieros a nivel internacional.

Su prioridad ha sido el aspecto militar y de seguridad en Latinoamérica, en un contexto de guerra fría, vendiendo armas de alto potencial destructivo contra la población civil y de nula utilidad defensiva.

Ese amplio apoyo político y militar a los dictadores implicó las denuncias de las democracias latinoamericanas y un creciente antiamericanismo y antiimperialismo en la opinión pública internacional, así como una posible gestación de una identidad común en la opinión pública Latinoamérica, manifestada en alguno de sus gobiernos, que a pesar de los variados matices nacionales, se consideraba al menos antinorteamericana.

La coyuntura de endémica pobreza, injusticia social y económica, así como la explotación de la gran mayoría de ciudadanos latinoamericanos, en los que la estrechez de los canales democráticos, impedía su participación en esos procesos, mientras la potencia norteamericana vivía sus “años dorados” en la década de 1960, indiferente a los problemas del continente pero reclamando sus apoyos en las organizaciones internacionales para legitimar sus acciones en pos de sus intereses –fundamentalmente intervenciones armadas, imposición de dictaduras, deposición de democracias, bloqueos económicos internacionales, etc.- dejaba abierta la lucha armadas como única salida para lograr el cambio.

En los actuales momentos nadie duda que detrás del triunfo de la ultraderecha argentina y los golpes de estado disimulados de Zelaya en Honduras, Lugo en Paraguay y Russef en Brasil, se encuentran los apoyos financieros que se sospechan que provienen del imperio y se canalizan a través de organizaciones no gubernamentales, para eliminar toda resistencia o corromper a los que tienen el poder de decisión. Estos son momentos tristes para América Latina.

(*) Alfonso J. Palacios Echeverría