De cal y de arena

En una sociedad cuyos valores entran en crisis, fácil y rápidamente se abre paso la corrupción. Es una tumoración que hace metástasis con celeridad en la medida en que no se tomen las providencias apropiadas a los efectos de contener el mal al menos fuera de los ámbitos de la fatalidad.

Y como la sociedad está integrada por tirios y troyanos, por personas de toda cepa, linaje,  virtudes y vicios  -y no precisamente por querubines y serafines- el desafecto hacia los valores lo pueden padecer unos y otros, indistintamente. De ahí que las caracterizaciones de la corrupción como un mal solo presente en los políticos y en los funcionarios públicos, resulten absolutamente arbitrarias, temerarias, insostenibles. De este pernicioso vicio de la conducta humana, también se encuentran señales bien marcadas en gente que ni está en la política ni está en la función pública.

La corrupción es un binomio de corrupto y de corruptor. Y corrupto y corruptor los puede haber tanto adentro como afuera de la política y de la gestión pública. Sólo con una segunda intención –probablemente con una marca ideológica- se ha estado dibujando la premisa de que en los bancos del Estado se han abierto paso prácticas corruptas porque un órgano político dispensa los nombramientos de sus directores con marginación de requisitos y consideraciones técnicas y sí priorizando lealtades y trazabilidades políticas. El mecanismo en efecto así funciona, pero ese es paraguas al cual se acogen también personas cuya afiliación partidaria es apenas mero accidente. ¿No ese es el abundante caso del engolado  bufete, de la ruidosa cámara empresarial o el de la engordada billetera de la que salió “la compra” del nombramiento?. Y si bien  entre los beneficiarios del mecanismo hay personas íntegras, también los hay rufianes. La ley exige probidad e idoneidad y prevé el principio del irregular desempeño como elementos concurrentes al desempeño de la función pública. Sin embargo, la realidad muestra que “cada quien hace de su capa un sayo”, sean tirios o troyanos, galgos o podencos, montescos o capuletos. ¿Son solo políticos los protagonistas de la debacle en el Banco de Costa Rica? Repasemos aquellos  asaltos al Fondo de Emergencias, American Capitales, Aviación Civil, los CAT’s, Banco Anglo, Yanber… son ejemplos elocuentes de cómo se resquebrajan los valores y se da la confusión entre lo público y lo privado, el tráfico de influencias, el uso de información privilegiada, son pan de cada día amasado con la harina de los intereses que acuden al bufete a buscar amparo y consejo para la concupiscencia.

Estas patologías no se erradican con la exigencia de refinados requisitos a quienes pretendan ir a la cúpula de las instituciones bancarias del Estado ni con la proscripción de las consideraciones políticas a la hora de elegir –como se plantea desde los sindicatos patronales-. Nada se gana si la persona no es “legal y recta”. Ya lo dijo el Papa Francisco: “el diablo entra por los bolsillos”.

La crisis de valores es caldo de cultivo para la corrupción. Y cuando ésta es campante y rampante, toma fuerza arrolladora, suficiente para minar la democracia, los partidos y la fe del ciudadano.

(*) Álvaro Madrigal es Abogado y Periodista